Sobre las huellas de los arrieros |
El Vía Regordane, que unía Saint-Gilles con La Bastide-Puylaurent, era una ruta esencial en la Edad Media, sirviendo como un vínculo entre el sur de Francia y el Macizo Central. En el corazón de esta red de transporte, los arrieros encarnaban el mismo aliento de esta vida comerciante. Los arrieros eran hombres y mujeres de la tierra, a menudo provenientes de familias campesinas. Su trabajo requería un conocimiento profundo de los mulos, esos animales robustos y adaptados a la montaña. El arriero debía saber alimentarlos, cuidarlos y cargarlos de manera equilibrada. Los mulos, a la vez sólidos y ágiles, podían transportar mercancías variadas: sal, vino, cereales, textiles… tesoros de una época donde cada objeto tenía una historia.
El Vía Regordane era más que un simple camino. Estaba rodeado de paisajes pintorescos, con valles verdes y montañas majestuosas. Sin embargo, la ruta también estaba sembrada de obstáculos: pendientes pronunciadas, pasos estrechos, a veces salpicados de malas experiencias. El arriero debía mantenerse alerta, no solo frente a los peligros naturales, sino también a los ladrones.
Al recorrer esta vía, se enfrentaban a jornadas largas y agotadoras. A menudo, los arrieros salían al amanecer, con la esperanza de llegar a una etapa antes de la noche. Cada pueblo representaba una parada donde encontrarse, intercambiar noticias y, a veces, negociar precios. Estos lugares eran cruciales para el comercio, pero también para la vida social, ya que los arrieros tejían fuertes lazos con los habitantes.
Una vida de ayuda mutua y solidaridadEn esta región aislada, la comunidad de arrieros era solidaria. Se ayudaban en sus desplazamientos, compartían las tareas alrededor de una fogata, y contaban historias de su viaje. Las veladas eran la ocasión para reír, cantar y pasar el tiempo juntos, lejos de la soledad de los caminos. Estos momentos eran cruciales en una vida donde el aislamiento podía ser pesado.
Con el auge del ferrocarril y las carreteras modernas en el siglo XIX, el papel de los arrieros fue desapareciendo gradualmente, dejando tras de sí un rico legado. Hoy en día, sus historias resuenan en los recuerdos de las generaciones pasadas, y su valentía se celebra en los relatos locales. El Vía Regordane, por su parte, se ha convertido en un camino de senderismo apreciado por los amantes de la naturaleza y la historia. Al recorrer este camino, los senderistas aún pueden sentir el espíritu de los arrieros, esos trabajadores incansables siempre en busca de nuevos horizontes.
El cuadro que Mazon nos dio de los arrieros destaca lo pintoresco de estos personajes. Escuchémoslo:
"El arriero tenía siempre la cabeza cubierta con un gorro de lana rojo escarlata, gorro que era costumbre llevar en cualquier honorable compañía en la que uno se encontrara, incluso en la iglesia. Sobre este gorro, un pesado y amplio sombrero, cuyos amplios bordes se doblaban en forma de parasol, en tiempo de sol, de nieve o de lluvia, y levantados a bicorne cuando se trataba de ir contra el viento. Este sombrero a veces estaba adornado con una trenza roja con borlas del mismo color.
Los arrieros llevaban la cola de cabello recogida detrás de la espalda y solo se resignaban en la última instancia a dejar cortar este venerable apéndice. Durante la Restauración, todos sin excepción, la llevaban aún, y muchos la habían conservado después de 1830.
Tenían, como los patrones del Ródano, las orejas adornadas con fuertes anillos de oro, con esta diferencia que una ancla colgaba de estos anillos, en los patrones, y un hierro de mulo en los arrieros.
La corbata era roja, y rojo también el chaleco, se aman los colores llamativos en la montaña. La chaqueta era la de los personajes destacados del alto país, hecha de cadis blancos, con grandes botones de cobre, bastante amplia y cortada a la marinera, presentando finalmente una notable analogía con la chaqueta de los bretones.
Los pantalones, de cadis verdes de tienda, eran cortos y ajustados. Las polainas, de la misma tela pero de color blanco, eran largas, ricamente abotonadas y sujetas en el pliegue de la rodilla por ligas rojas adornadas con un brillante broche en la cinta.
Los zapatos eran al estilo Marlborough, pesadamente herrajes y cada uno con tres orejeras de cuero, sirviendo como plantilla, para fijar las polainas.
Un cinturón de lana, del rojo más brillante, ceñía los lomos con un doble o triple pliegue. Nunca un comisario de la Convención o de la Comuna de París fue más formidablemente ceñido de rojo que el más modesto de los arrieros cevenoles.
Sobre este traje, los arrieros, en tiempos de lluvia, nieve o frío, llevaban el manto de los montañeses vulgarmente llamado la capa o bien la limusina.
Cabe señalar que este traje tradicional tan colorido no fue el único, pero Mazon parece haber descrito un tipo bastante común, al menos al final de la hermosa época de los arrieros.
Aún más pintorescos debían aparecer los mulos agrupados en equipos, los "coubles" que a veces podían superar las veinticinco cabezas. Cada mulo podía llevar vino en dos odres, "boutes" si estaban hechas de piel de buey, "ouïres" si lo estaban de piel de cabra y de una capacidad que podía alcanzar de 70 a 80 litros cada una. Cada bestia estaba fuertemente y ricamente arnesada.
Escuchemos de nuevo a Mazon:
"Tres placas de cobre, de forma redonda y de aproximadamente 15 cm de diámetro, adornaban la parte superior de la cabeza. Una se colocaba en la frente y las dos restantes a derecha e izquierda, colocadas sobre las sienes, todo ello aderezado con pompones de lana roja que floteaban en los intervalos. Estas placas, llamadas "lunettes" en el vulgar y "phalères" por los anticuarios, producían el mayor efecto, especialmente cuando la couble relucía bajo los rayos de un sol ardiente, era entonces un verdadero desfile de fulguración y relámpagos..."
Pero el más bello adorno del mulo, al menos el más aparente, era el largo y espléndido plumón de lana roja, alto de un pie, que se erguía entre las dos orejas del animal y completaba su decoración teatral.
Estos arrieros son todos o casi todos "padgels", gente de la montaña.
Los principales lugares de origen de los arrieros: Luc, La Veyrune, La Bastide-Puylaurent, Les Huttes, St Laurent-les-Bains, La Garde-Guérin, Altier, Villefort, St Etienne-de-Lugdarès, Loubaresse, el Petit-Paris (cerca de Montselgues)...
El mulo es un híbrido resultante del cruce entre un burro macho (un bardot) y una yegua. Es conocido por su robustez, paciencia y capacidad para trabajar en condiciones difíciles. Los mulos existen desde hace miles de años, y su domesticación se remonta a la Antigüedad. Eran particularmente apreciados en las civilizaciones egipcia y romana. Gracias a su fuerza, resistencia y temperamento dócil, los mulos han sido utilizados como animales de carga, sirviendo para transportar cargas pesadas a largas distancias, especialmente en regiones montañosas y terrenos difíciles. Además de su uso como bestias de carga, los mulos también se han empleado en la agricultura para tirar de arados y carretas.
Los mulos suelen tener un cuerpo robusto, miembros sólidos y una cabeza que mezcla los rasgos del burro y de la yegua. Generalmente tienen orejas más largas que las de los caballos, pero más cortas que las de los burros. Los mulos son conocidos por su inteligencia y su sentido de la auto-conservación. A menudo son más cautelosos y reflexivos que los caballos, lo que puede percibirse tanto como terquedad como sabiduría. Un aspecto notable del mulo es que es generalmente estéril debido a la diferencia cromosómica entre burros y caballos. Esto significa que los mulos no pueden reproducirse. Los mulos son reputados por su resistencia y su capacidad para transportar cargas pesadas. Pueden trabajar en condiciones extremas sin cansarse tan rápidamente como otros animales de trabajo.
La Bastide-Puylaurent fue fundada en la Edad Media, alrededor del siglo XIII. Las comunas bastidales a menudo aparecen como lugares de comercio e intercambios, sirviendo como puntos de encuentro para las poblaciones locales. La comuna está situada a una gran altitud, en la ruta que conecta el Macizo Central con los valles vecinos, lo que ha favorecido el comercio. Su ubicación estratégica ha hecho de ella un lugar de paso para comerciantes y viajeros.
A lo largo de los siglos, la economía de La Bastide-Puylaurent se ha basado en la agricultura, la ganadería y la artesanía. Los productos derivados de estas actividades, como los alimentos y los textiles, han sido intercambiados en los mercados locales. La región también es conocida por sus quesos, especialmente el queso de cabra, que ha podido encontrar su lugar en el comercio local y regional. Las ferias y mercados han jugado un papel esencial en la historia comercial de la comuna. Estos eventos permitían a los agricultores y artesanos vender sus productos, intercambiar bienes y fortalecer los lazos sociales. En el siglo XIX, el crecimiento de las redes de transporte, especialmente con el desarrollo del ferrocarril, ha contribuido a dinamizar el comercio al facilitar el transporte de mercancías.
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